El orden y la mano justa es la estrategia de Jaime Durán Barba, el
consejero del poder en el actual gobierno. Es también la de Patricia Bulrich,
la que trata de explicar Garavano, nuestro Ministro de Justicia, reconociendo
que últimamente es la “mano dura” ¿ Y cuál sería la mano justa? La del verdugo,
la del opresor, la del que puede porque desde el poder siempre se puede ¿Esa es
la mano justa? No, esa es la mano que castiga y viene desde los ojos que
vigilan, desde los vigilantes. Y los vigilantes son vigilantes. Ellos no
aplican el Derecho, obedecen órdenes, aunque las órdenes sean arbitrarias y no
se ajusten al Derecho. En nuestro país, ahora, las órdenes vienen de Patricia
Bullrich, Ministra de Seguridad de la Nación y tienen el beneplácito del
Presidente Macri. Pero esas órdenes vienen desde más lejos en la historia de
occidente. Vienen desde Grecia y Roma y desde la oscura edad media. Desde las
hegemonías de los príncipes feudales, los monarcas absolutistas y los papas
católicos imperialistas. Clases dominantes y depredadoras que globalizaban la
violencia mucho antes de la actual globalización y asolaban poblaciones enteras
persiguiendo sus intereses y beneficios personales o de clase. Actuaban cerrada
y eficazmente, con espíritu de cuerpo. Formaban ejércitos en los que funcionaba
la disciplina férrea y los mandatos que obraban siempre a favor de los
dominadores. Convertían comunidades libres en poblaciones de esclavos que
trabajaban para quienes los habían dominado y esclavizado y les imponían sus
mandatos como condición para sobrevivir. Los dominadores referían siempre todos
los beneficios a sí mismos, eran autorreferenciales. Pero esas clases
dominantes, eupátridas entre los griegos y patricios entre los romanos,
necesitaban absorber toda la energía de aquéllos a quienes dominaban. Jamás
trabajaban para ellos o ni siquiera gobernaban para ellos, para los dominados.
Sólo los usaban y explotaban despiadadamente y se encerraban en sus privilegios,
en sus vidas particulares, vivían sólo para sí mismos, eran autorreferenciales.
Cuando se organizaron los estados nación después de la Revolución
Francesa y, aún mucho antes, cuando en las ciudades griegas y romanas
gobernaron los “demos”, es decir los pueblos de las ciudades estado y se
aceptaron en Roma a los representantes de la plebe, es decir cuando las
democracias y repúblicas democráticas reemplazaron a los regímenes
autocráticos, se inauguraron y nacieron formas de gobierno en las que el pueblo
comenzó a manifestarse y lo hizo desde su debilidad relativa, desde incluso
precarias y vacilantes formas de organización abiertas, no cerradas, no
autorreferenciales sino deliberativas y trascendentes, dirigidas a resolver
temas y problemas públicos que
preocupaban y ocupaban a colectivos humanos y procuraban el bienestar común.
Estas organizaciones democráticas, estas instituciones del pueblo, sin embargo,
sufrieron siempre los embates de eupátridas, patricios, aristócratas y nobles,
vale decir de los poderosos, de las familias oligárquicas y privilegiadas,
dueñas de las tierras y las riquezas. Fueron también inficionadas,
contaminadas, se corrompieron y comenzaron a trabajar para sí mismas, para el poder
que detentaban. Conformaron burocracias del poder y se relajaron en el interior
de sus privilegios trabajando únicamente para ellas. Se degradaron de ese modo
y dejaron de cumplir los fines para los que habían sido creadas. Dejaron de
estar abiertas al pueblo, verdadero sujeto y motor de la historia.
Ya
Eugenio Raúl Zaffaroni, refiriéndose al tema de la inseguridad y el poder
punitivo del Estado y al rol de las
instituciones, sólo aparentemente democráticas y republicanas, a las que él denomina “agencias” ha alertado
sobre esta degradación y la característica autorreferencial del trabajo de las
mismas, la “agencia judicial”, la “agencia policial”, la “agencia
penitenciaria”, etcétera. Sus finalidades, las de estas agencias, pocas veces
trascienden el corporativismo que les es inherente y éste sistema absorbente de
capacidades y energías, puestas al servicio de sí mismas y de los intereses
mezquinos de sus miembros, “del cuerpo” y de quienes pertenecen al “cuerpo”,
obnubilan e imposibilitan toda acción que los trascienda. Ellas se protegen, se
abroquelan, se hermetizan, son impunes. Jamás responden por sus errores. Se
parecen a los agujeros negros del universo que absorben energía y la colocan dentro
de un magnetismo cerrado. Casos como el de Kosteki y Santillán, Santiago
Maldonado, y muchos otros lo demuestran
Cuando aparecen jueces como Carzoglio o Rafecas que llaman al pán, pán y
al vino, vino, trascendiendo ese corporativismo autorreferencial de la agencia
judicial, los impostores hipócritas de siempre, los que Jesucristo llamó
“sepulcros blanqueados”, o sea los fariseos que la componen, cómodamente
sentados en sus sillones, se rasgan las vestiduras y prorrumpen en discursos
enfáticos, retóricas de moralina, haciéndose oír por los medios masivos
monopólicos o mostrándose en sus pantallas como si fueran santos o sacerdotes
de un culto místico. En realidad son serviles de los poderosos y del poder
dentro del que se mueven, están atrapados dentro del poderoso magnetismo de lo
autorreferencial. A lo sumo y en algunos casos ofician de correas trasmisoras
de una pseudo comunicación entre amos y esclavos, pero jamás se juegan actuando
más allá de los límites corporativos. Practican una pseudo comunicación o falso
diálogo que oculta la fuerza y la violencia del poder que desciende desde las
clases dominantes a las oprimidas, colocándose el disfraz de la legitimidad. La
justicia era históricamente y desde siempre administrada por el monarca, el
emperador, el noble, el eupátrida, el patricio, el aristócrata. Tal como un
rayo cargado de tensión eléctrica descendía desde el privilegio hacia la
intemperie y el desamparo del paria, el dominado, el esclavo, integrante de la
plebe, del pueblo y fulminaba a quienes tocaba. Y esta justicia no era, por
definición, justa sino arbitraria, discrecional, acomodada a las conveniencia
de quienes la impartían cargada de todo el poder. Y la impartían con mano dura,
rara vez con mano justa. Sólo las revoluciones de los desposeídos, desde
Espartaco hasta la Revolución Francesa y las guerras de independencia y
descolonización pusieron pausas a los abusos de este poder responsable de
tantas injusticias para obtener mejoras espasmódicas en las condiciones de vida
de las clases dominadas. Pero dejaron, de todos modos, una herencia simbólica y
la conciencia constante de que los derechos de los dominados, los de la genuina
democracia, los de la república y la soberanía popular, merecen una redención
hacia la que apuntan todas las utopías concebidas y a concebir. El poder
intenta hoy tergiversar, sesgar, ocultar, mentir acerca de la concesión o no,
la actualización o no de estos derechos y lo hace disfrazándose, concentrándose
todavía más en una autorreferenciación de sus privilegios, practicando la
hipocresía, la creación de una apariencia y un discurso propalado desde los
medios masivos y monopólicos mediáticos para que esa potencia latente que viene
desde abajo, esa verdad de los hechos, las carencias, la pobreza, la
indigencia, en suma la desigualdad social y económica entre dominantes y
dominados no se note, no haga el cortocircuito fatal y fulminante de tiempos pretéritos en los que nada se oponía
para contrastar o descargar ese poder. Hoy por hoy los dominados son
descartables para ese poder vigente y disimulado a la vez y antes de ser
descartados se los hace sentir exclusivos y excluyentes protagonistas y
culpables de sus desgracias. Si fracasan no es porque quienes los explotan les
nieguen derechos y oportunidades sino porque no han hecho méritos suficientes
para triunfar.
A todo
este carnaval de imposturas les conviene ahora, como lo vienen haciendo desde
el fondo de los siglos, promover la mano dura, el gatillo fácil, así como la
meritocracia, para desplazar las responsabilidades hacia los miembros de la
comunidad, el pueblo, que sufre todas las intemperies y orfandades de esta
ausencia de Estado y esta autorreferencialidad de las agencias que componen el
gobierno. Porque también el Poder Legislativo, el Judicial, el Ejecutivo,
actúan corporativamente, defendiéndose cuando, cada vez menos pero potentes
voces, les señalan sus falencias y las denuncian y les reclaman el cumplimiento
de las misiones y funciones que les competen. Entonces acuden a los fáciles y
sempiternos discursos vacíos de los que parecen decir todo pero en realidad
nunca hacen nada de lo que dicen.
Los políticos en su enorme mayoría, diputados y senadores, piensan en sí
mismos, en cómo acomodarse y apoyarse entre ellos, ejerciendo ese espíritu de
cuerpo. Denostan las acciones del presidente del Ejecutivo, pero sólo de la
boca para afuera, porque jamás se ponen de acuerdo para rechazar las leyes y
decretos que perjudican al pueblo en su conjunto y que les son enviadas al
parlamento para su consideración. Si lo hicieran, si actuaran hacia fuera del
cuerpo del que forman parte, para trascenderlo, cumplirían la finalidad para la
que fueron instituidos.
Los jueces federales corruptos, de primera instancia o camaristas o
integrantes de la corte de casación, negocian sus ascensos, ceden a las
presiones mediáticas y se arreglan para favorecer a los poderes reales. Actúan
también corporativamente, cierran la ecuación de impunidad que conviene a los
poderosos. Al hacerlo absuelven al poder y condenan al derecho y al espíritu de
justicia que anima las normas.
La mano justa, la que debería provenir de la imparcialidad y la
objetividad, la que debería señalar el valor de la ecuanimidad, del equilibrio
entre intereses encontrados y contrapuestos, la de la diosa viva Temis de la
mitología griega, que representaba la
ley natural, está ausente. Las manos de la diosa Temis sostienen una la espada
y la otra la balanza. La espada simboliza la fuerza inflexible de la letra de
la ley y la balanza significa el equilibrio, el razonamiento y la búsqueda de
justicia entre intereses, deseos e intenciones contrapuestos.
Sabemos que incluso los procedimientos que han llevado a estar
indebidamente, ilegalmente, a tantos dirigentes políticos tras las rejas, como
a Milagro Salas, Amado Boudou, Julio de Vido, Cristóbal López, Fabián de Souza,
etcétera, no han sido dirigidos por ninguna de las manos de la justicia, como
tampoco las imputaciones a Cristina Kirchner o a sus hijos, y, en la región, en
Brasil y Ecuador, las que han detenido a
Lula, sacado del gobierno a Dilma Roussef o pretenden encarcelar a
Rafael Correa. No, no hay mano justa, ni en Argentina ni en toda la región. Hay
manos manipuladoras, siniestras, macabras, malvadas. Manos que castigan,
torturan o se alzan para santificar la injusticia. En suma, manos del poder de
los poderosos.
Amilcar Luis Blanco (Pintura de Fermín Eguía)