La historia no es sólo la de los
vencedores y sus victorias, como lo ha señalado Michel Foucault entre otros
pensadores, también es la de los vencidos y sus fracasos como lo ha postulado
certeramente Walter Benjamín, y debe leerse a contrapelo de la engañosa
idealidad hegeliana o el materialismo marxista a riesgo de no entender nada.
Sus verdaderos hitos significativos son los revolucionarios y en esos momentos
históricos, con víctimas y verdugos, opera el espíritu de redención de los
derrotados y fracasados tratando de obtener las reivindicaciones de sus
derechos, constantemente mancillados por los poderosos. Sírvanme de ejemplos
los de nuestra propia historia argentina. Desde 1810 a 1853, es decir, desde la
revolución de mayo hasta la organización nacional, hubo 43 años de vigilia, de
vueltas y revueltas de todo tipo entre provincianos y porteños, entre
monárquicos y jacobinos, proteccionistas y librecambistas, unitarios y
federales, etcétera. Las intenciones, deseos y caprichos, siempre absolutistas
y arbitrarios, siempre voraces y violentos, de los poderosos, los que detentan
y mantienen, como serviles gerentes, al poderoso caballero “Don Dinero, al
decir de Quevedo, están siempre, como serpientes venenosas, acechando la
voluntad redentora y participativa del pueblo, constantemente preparados para
picar y destruir, solapada o desembozadamente, según las circunstancias, los
logros, las obras, en suma el progreso, mejoramiento y bienestar del pueblo.
Todo lo que colectivamente la
mayoría comunitaria consigue en cuanto a mejora de sus derechos es bastardeado
o directa, física y violentamente, agredido por esta oligarquía, de cuño o cepa
atávica, que caracteriza a los dueños de los sistemas y mecanismos que
articulan y catapultan los dispositivos de poder. Quienes integran esa
plutocracia se permiten todo. Pueden ser brutos, inescrupulosos, cínicos,
mentirosos, eufemísticos, indiferentes, violentos, taimados, crueles, frívolos,
etcétera, pero en cualquiera de sus matices nunca dejan de ser ante todo
egoístas y odiadores, no a la manera de los artistas que por exceso de lucidez
suelen enojarse con el mundo y su estupidez, la que legitima desde el miedo de
los desposeídos a los poderosos de toda laya, sino al modo de quienes
consideran a sus semejantes como no semejantes. Como objetos o “recursos
humanos” utilizables y desechables.
En la Argentina de hoy no hay
Estado de Derecho, pero casi nunca lo hubo. Después de la gesta peronista,
verdaderamente democrática, popular y participativa, entre 1945 y 1955, se
vivieron períodos de dictaduras más o menos estentóreas o democracias
republicanas meramente formales, por caso las de Frondizi e Illia. Hubo, sin
embargo, momentos revolucionarios inmediatamente malogrados. El Cordobazo en
1969, el regreso de Perón en 1972 y antes el que se frustrara en 1964. Y desde
1976 a 1982 se vivió la siniestra noche del terrorismo de Estado. Las
gobernaciones democráticas que le siguieron, todas, desde Alfonsín a Cristina
Kirchner, enfrentaron escollos pergeñados y producidos por la oligarquía de los
poderes reales. Hasta que éstos, en 2015, obtuvieron el formal título de
demócratas y se bañaron en las aguas bautismales del sufragio popular, nunca
antes, con excepción de la década infame
o también denominada como la de “fraude patriótico”, que fue de 1930 hasta
1943, la oligarquía llegó al gobierno a través del conteo en las urnas. Y llegó
no sólo a nuestro país sino a toda la región, a Brasil, con Bolsonaro y a
Ecuador que persigue a Correa, a Colombia, a Centro América, a Perú, a Chile,
etcéra, y llegó además con todos sus vicios, defectos, perversidades y patologías psíquicas
intactas, queriendo convertir al país en una nueva colonia de los poderes
reales y centrales de la Unión Europea y
Norteamérica, que imponen sus políticas no sólo al resto del occidente
europeo sino que pretenden, a sangre y
fuego, colonizar también al medio oriente y a nuestra América Latina.
Esto nos indica con la fuerza de
la razón y del sentimiento que, a partir de la educación y la propaganda, a
partir de una militancia creciente, nosotros, como pueblo, debemos trabajar,
predicar, como si ejerciéramos un apostolado, el de los humildes y desposeídos,
el de una clase media dislocada y permanentemente colonizada y excluida, con un
criterio inclaudicable de redención y reivindicación de nuestros derechos, para
obtener resultados contantes y sonantes, visibles y palpables, en nuestra
realidad. No hay que aflojar, no hay que cejar en la defensa de los valores y
los principios éticos y jurídicos, hay que educar para el respeto ideal y real
de esos valores y principios, no únicamente verbalizando sino también haciendo.
Las famosas frases “Mejor que decir es hacer, mejor que prometer es realizar” y
“la única verdad es la realidad” deben cobrar actualidad existencial en nuestras
palabras y en nuestros actos. Será el único modo de crecer y mejorar.
En el momento revolucionario, que
puede durar décadas, hombres y mujeres vencen el miedo enfrentándolo. Todas las
gestas transformadoras de vidas y destinos han tenido sus héroes y sus
mártires, pero, en ese momento de vigilia máxima, de lucidez casi angélica, los
cruzados por esos valores han sacado fuerzas de flaquezas para vencer sus
miedos y enfrentarse a sus verdugos. La historia verdadera, la que se lee a
contrapelo de los vencedores que presentan trofeos y triunfos, es la de los
aparentemente fracasados, porque la verdad del ser de la especie humana está
más allá de las apariencias, se dibuja en la postulación constante de la utopía
de una sociedad mejor. Ese es el verdadero movimiento de la historia. El del
ser que caracterizara Jean Paul Sartre y también Martín Heidegger, es decir un
ser que no es en sí mismo sino para sí mismo incorporando a cada paso su mundo,
el que le toca, un ser que se retrae, retrocede y se oculta ante la inautenticidad que se le muestra en una realidad histórica triunfante sólo en sus apariencias.
Amílcar Luis Blanco (Fotografía de Walter Benjamin)
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