Hay tres dichos populares que
explican y transparentan la realidad política argentina actual. El primero,
paráfrasis del título que puse a estas reflexiones dice: “En el país de los
ciegos, el tuerto es rey”; el segundo, “A río revuelto, ganancia de pescadores”
y, el tercero, “Quien bien tiene y mal escoge del mal que le siga no se enoje”.
El país de los ciegos es el de quienes eligen sin ver y los tuertos son los que
perciben sólo una parte de la realidad, los ceos que gobiernan y persiguen
únicamente ganancias y rentabilidades para la clase que integran. Y en este río
revuelto quienes más hábiles e inescrupulosos son llenan sus canastas de peces.
Por último quienes venían del humanismo kirchnerista y se pasaron al cambio que
les proponían los salvajes neoliberales ahora no deberían quejarse de lo que
eligieron.
Tenemos el desventurado caso de
Bolsonaro en Brasil. Un hombre que está a favor de la tortura, la segregación
xenófoba de pobres y extranjeros, la represión, las armas en poder de los
ciudadanos y la simbiosis política con las oligarquías vernáculas y con el
imperialismo de Estados Unidos y en contra del Mercosur, la integración
regional y cualquier atisbo de movimientismo que provenga del campo nacional y
popular y tienda a consagrar valores como la integración social y la
distribución equitativa del ingreso, y que, no obstante, ha sido votado
masivamente por bastante más del cincuenta por ciento del total del electorado
de su país ¿Cómo y por qué ha sucedido esto? Podrían ensayarse, y se lo ha
hecho y se lo hace, infinidad de respuestas. Entre todas se me ocurre una y es
que estamos hartos de los ceos demasiado glamorosos. Pero este hartazgo sin
embargo no es de buen signo. No conduce a una apreciación racional, conceptual,
crítica y profunda de la decadencia implícita en el gestionar de estos tan
ambiciosos como frívolos personajes. Por el contrario remite a un deseo morboso
de competir con ellos en la novedad, la moda y el posicionarse en medio de la
vorágine de una realidad cambiante y con un nuevo glamour de superpoderes
descargándose sobre los enemigos inventados, pobres, extranjeros,
intelectuales, artistas, pensadores disidentes en general.
Hay ya y se verá en los próximos
actos eleccionarios un hartazgo de los gerenciamientos que vienen impuestos por
los monopolios mediáticos que, además, exhiben la debilidad comunicacional y
persuasiva de los espacios nacionales y populares incapaces, hasta ahora, no
sólo de generar una unidad eficaz sino también de producir una corriente de
comunicación que centre y convenza a quienes están ávidos de ellos, de
principios y verdades políticos que nos saquen del funcionamiento unidireccional y obsesivo para crear un
capital, una riqueza que se llevan otros. Hay el extrañamiento de una praxis,
de una acción política que nos redima de tanta injusticia naturalizada.
Los ceos son individualistas,
indiferentes, se mueven a gran velocidad, trabajan para generar rentabilidad,
como las abejas obreras para producir cera, miel y jalea real y destinar este
último elixir exquisito sólo para la reina, quien concentra toda la riqueza y
la misma posibilidad de seguir viviendo de la especie sobre la que rige. Todas
trabajan para ella hasta morir y de los zánganos ninguno sobrevive luego de
fecundar a la monarca ¡Qué parecida la colmena a la comunidad humana!
Pero qué perfil siniestro el de
ese parecido que se proyecta como una sombra sobre la libertad y la dignidad de
cada uno y su posibilidad de participar de esa riqueza y de quitarnos de ese
maquinismo obsesivo y estéril para la gran mayoría y que sólo beneficia a unos
pocos. Y qué paradoja además, porque parecería que lo único constructivo es lo
que nos destruye.
Personajes como Alfredo Olmedo,
Marcelo Tinelli, o del reciente pasado como Pati o Bussi, plebiscitado en
Tucumán, o el que más y mejor vuele
proyectado desde los cañones y las catapultas de los dispositivos mediáticos e
insuflado en las redes como un virus, tal como ocurrió con Bolsonaro en Brasil,
pueden llegar a consagrarse como presidentes en una sociedad confundida y
anómica, en estado de marasmo y diáspora constante donde, como en la fecundación
de la reina por los zánganos, el que más se haga notar y se mimetice más con
los deseos inconfesables o estentóreamente expresados de muchos en ámbitos
domésticos, el más fascistoide, es el que triunfa.
En esta actualizada feria de
vanidades todos compiten con todos y quienes eligen se parecen cada vez más a
sus elegidos en una suerte de inadvertida mimesis, en una naturalización y
aceptación de la inautenticidad cada vez más peligrosa. Un riesgo o temeridad
de ser y de vivir que se proyecta hacia el horizonte temporal como un buque que
se dirigiera a una tormenta en altamar y a toda máquina.
Los eslóganes, los caprichos
cambiantes de quienes crean necesidades superfluas, historias de meritocracias
para vender, como el aviso de televisión en el que un flamante cuentapropista
le explica a su esposa la empresa que ha creado, consistente en vender arena de
playa en baldes para así poder obtener un préstamo bancario que les permitirá
pasar a mejor vida, etcétera, ocultan la realidad de una economía y una
sociedad que se desmoronan y degradan retrocediendo en sus logros históricos
para involucionar de un estado soberano a una colonia dependiente del FMI y de
los llamados países del primer mundo. Un viaje al pasado que puede no tener
regreso o que necesitará de toda nuestra inteligencia y voluntad para
resistirnos y rechazar esa invitación siniestra a abordar un tren únicamente
con pasaje de ida.
Amílcar Luis Blanco
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