martes, 17 de julio de 2018

EL TELÓN DE FONDO. LA INSATISFACCIÓN.


Fermin Eguia


                                          La conciencia de nuestra insignificancia, de la insinceridad o impostura constante de nuestros comportamientos dispara sentimientos  y estados de ánimo negativos y, además, debilita constantemente también nuestros sentimientos y estados de ánimo positivos. Interactúa constantemente con ellos. Desarticula y desarma constantemente la voluntad de ser proveniente del sentimiento amoroso, del eros freudiano, de raigambre mitológica y griega. Deprime, entristece, produce melancolía y angustia y favorece la pulsión de muerte, el tanatos freudiano, también deificado por el imaginario egeo.
                                           Las percepciones de experiencias externas están teñidas, bañadas, por estas percepciones internas que tienen como telón de fondo la conciencia de la insignificancia, de la falta de sentido, de la ausencia total de alguna significación profunda que otorgue razón de ser a nuestra existencia. El movernos en el mundo interpretado de la elegía de Rilke, en el mundo inauténtico, atravesado y mediado por la nada, descrito ontológicamente por Heidegger y por Sartre, o en el mundo del absurdo al que alude también Camus, en el que el poder instituido y trasmitido desde la cuna hasta la tumba por los adiestradores y vigiladores de los cuerpos y las almas que Foucault refiere y que ha desembocado en la modernidad líquida caracterizada por Bauman, nos ha hecho víctimas más o menos conscientes de este sentimiento de insignificancia.

                                         Solamente la voluntad, ya prefigurada por Nietzsche y por Schopenhauer, se opone a este horizonte de escasas posibilidades para la realización del ser en el mundo. Entre los sentimientos negativos se dispara permanentemente el de insatisfacción. El sentimiento de insatisfacción mantiene abiertos los deseos que jamás o muy escasas veces llegan a satisfacerse y son el motor de nuestras acciones y comportamientos en nuestra sociedad de consumo.

                                            La ansiedad, la angustia, la desazón, el tedio y el aburrimiento que sobrevienen al estado de insatisfacción se emparentan con la nausea sartreana, con la indiferencia e impasibilidad que anima la vida de Mersault, el extranjero protagonista de la novela de Albert Camus. Ya no se trata tampoco de Ivan Karamazov, ni de Alioscha, ni del Rascovnicov, los antiheroes de Dostoyevski, que procuraban limpiar de sí los sentimientos de culpa a la que posteriormente Freud atribuiría, por los grados de represión a que se los somete, el malestar en la cultura. No, el personaje que hoy predomina es el de Gregorio Samsa, el hombre que se ha transformado en insecto a fuerza de tener que aceptar y asimilar un mundo en el que su insignificancia al servicio de las cosas y de los poderes que se le imponen con mandatos que no puede resistir se ha acentuado, se ha sobredimensionado transformándolo en una cucaracha impedida de comunicarse y de satisfacer sus inocentes deseos de comodidad de muchacho perteneciente a una familia de la burguesía media. La realidad doméstica, hogareña, de tregua entre su trabajo y su pequeña posibilidad de libertad, se ha subvertido y sublevado, lo ha convertido en una horrible cucaracha.
                                                        Y en este infierno imaginado por Kafka vivimos hoy los argentinos. Impotentes para defendernos, mediados constantemente por el actual imaginario que propalan e inyectan los medios hegemónicos monopólicos que en nada se parece al imaginario que imaginaban los griegos con sus dioses olímpicos que encarnaban pasiones, ambiciones, deseos, odios, amores y toda la constelación de sentimientos humanos, muy humanos; que mezclaban sus influencias entre los heroes egeos y troyanos para que lucharan cuerpo a cuerpo y alma a alma y sufrieran, padecieran o disfrutaran sus destinos. No, el universo que  los medios estimulan hoy en los imaginarios humanos es el de la individualización cada vez más acentuada, el de la soledad, el de seres que se aislan más y más para autoabastecerse y responsabilizarse de sus propios destinos, que cultivan la meritocracia y que cuando ya no  sirven y dejan de ser útiles y utilizables se extravían y están solos, impotentes, inermes frente a las poderosas fantasmagorías que los emplean, a corporaciones que los usan y cuando los han agotado en sus capacidades de trabajo los desechan, se deshacen de ellos, los despiden, exiliándolos hacia un anonimato feroz. El hombre sin trabajo pierde sus relaciones de valor. Se siente sin nada para ofrecer ni para ofrecerse. En ese momento se opera una transformación, una metamorfosis. En ese momento lo que había de humanidad en ellos se disuelve.

                                                           Volvemos así a la cucaracha, a la  tragedia de Gregorio Samsa, el protagonista de "La metamorfosis" de Kafka que una mañana, tras una noche de sueños inquietos, al despertarse, descubre poco a poco que se ha convertido en un insecto.  Está incomunicado, exiliado en su propio hogar. No puede acudir siquiera a su hermana que lo ama. A ningún miembro de su familia. Está sólo y aislado, en el peor infierno que es el de la incomunicación, la impotencia, la soledad.

                                                           Y ¿qué ocurre en la Argentina de hoy gobernada por corporaciones fantasmagóricas, gestionadas por ceos o gerentes que sólo saben incrementar ganancias y dividendos, succionándolos de los recursos del pueblo, de un pueblo desmembrado y dividido en individualidades denominadas "recursos humanos", utilizables y desechables como las materias primas que trabajan, a quienes se les paga el salario más barato para reducir costos, a quienes se les impide discutirlos en paritarias libres y que cuando se jubilan reciben montos siempre por debajo de la linea de pobreza, que ocurre cuando los artículos de primera necesidad están cada vez más caros y las tarifas del gas, la luz, el agua, el transporte, elementos básicos indispensables, se vuelven inaccecibles para sus ingresos? ¿Acaso esta impotencia generada por la sensible disminución de sus posibilidades de compra no los vuelve también impotentes, no los deja incomunicados, no los transforma en insectos? ¿Qué es la pobreza material, la falta de lo más elemental sino una amputación bárbara de vida posible, de mundo practicable? ¿Qué es sino un robo cometido por los que más tienen,  los ricos, contra los que menos tienen, contra, con palabras de Jorge Manrique, "los que viven por sus manos"?

Amílcar Luis Blanco (Pintura de Fermín Eguía)

viernes, 13 de julio de 2018

LA INSECTIFICACIÓN Y LA PARODIA






                                La cuestión del fingimiento constante y de nuestra correspondiente insectificación entre el mundo de las cosas, el mundo cosificado pero "insectificado" por un humanismo que ya no lo es más en el sentido tradicional o ya consagrado de las palabras "humanismo" o "humanidad", viene a colocarnos en una devaluación, detrimento o degradación de las significaciones aludidas con estas palabras. El hecho de actuar, en esta era que se ha denominado neoliberal o de capitalismo extremo, como depredadores de la naturaleza acentúa todavía más nuestra conversión en "insectos"; en una especie de plaga destructora, similar a como percibimos nosotros a las hormigas termitas o los virus. Somos el virus del planeta, de esta tierra que es un punto en el universo. Las cosas, los objetos, adquieren así más relevancia, más prestancia, mayor visibilidad y tangibilidad que nosotros mismos. La cosificación del mundo, una realidad crecientemente cosificada, nos recibe como a insectos, virus, gérmenes, microorganismos pululando en ella, en su seno constituido por una empiria anfractuosa y difícil en la que el "ser en sí", que Sartre definiera  en "El ser y la nada", derrota o demuele nuestro "ser para sí"  en tanto recipiente y sensibilidad del mundo cosificado, en tanto conciencia.
                             Si he elegido una categoría de seres vivos que estudian los entomólogos para compararnos como seres "humanos", como "humanidad", y en cambio he desechado para esa comparación a los otros seres del mundo animal que no son insectos, ha sido principalmente porque estimo que los hombres hemos abandonado la selva, no sólo cuantitativa sino también cualitativamente. Es decir, hemos abandonado, en una casi unánime proporción, la lucha. Ansiamos sobrevivir de un modo más parecido al de los gusanos que al de los monos o los leones. Se entiende, creo. Nos hemos degradado de un modo significativo. Porque son los significados, los que vio Lacan como estructura del lenguaje y el inconsciente, los que nos han extraviado llevándonos a desnudar una significación mucho menos lucida, mucho menos  brillante que la que, desde la enciclopedia y el iluminismo, soñábamos para nosotros como humanidad. Incluso el mundo salvaje que postuló Thomas Hobbes en su "Leviatán" como estado precontractual para nuestra vida social tiene menos características de selva, heroicidad o épica y muchas más de plaga y putrefacción, de decadencia que de progreso, de involución que de evolución. Es decir, estamos inmersos en la insignificación  constante y sobrevivimos en una lucha sorda y degradante en la que procuramos obtener el pan  al precio que sea. Los valores morales, éticos, los principios,se han evaporado. Sólo se fingen. Disimulamos, simulamos, escondemos, enmascaramos la insignificancia de un modo paródico e hipócrita.
                                     Lewis Carroll pudo colocar a Alicia en el país de las maravillas porque entonces, siglo XIX, los animalitos podían imitar a los seres humanos y categorizarse o valorizarse aunque pudieran resultar paródicos y hasta grotescos y provocarnos risas porque ellos corporizaban, exagerándolas, nuestras características absurdas y ridículas, hoy, la visión se ha invertido y si nosotros imitamos a los animales nos categorizamos o valorizamos, pero, frente a ellos, quedamos ridículos, débiles, impotentes.

Amílcar Luis Blanco (Pintura de Fermín Eguía)

miércoles, 11 de julio de 2018

EL FINGIMIENTO CONSTANTE




Fermin Eguia


                                               Como en el fútbol o en cualquier otro juego o deporte en nuestra vida gregaria hay reglas, principios. En el caso de los juegos o deportes si no se respetan las reglas, los principios del juego, los jueces o árbitros penalizan las infracciones. Sin embargo todos sabemos que hay penales que no se cobran y otros que no lo son y se cobran y uno de los equipos pierde el partido por un penal mal cobrado. Los jueces suelen equivocarse, no son infalibles. En el caso de nuestras vidas en las que actuamos interactivamente unos con otros solemos cometer infracciones a los principios, incluso olvidarnos de ellos y también ser injustamente castigados por acciones o comportamientos que han sido mal interpretados. En el estado de "abierto e interpretado", al que se refiere Heidegger en "Ser y tiempo", en el que el mundo recibe nuestras existencias constantemente ("nuestra caída") mientras vivimos y en el que nuestro "ser ente" utilizable y utilizado nos manifiesta y se manifiesta entre los otros seres-ente y las cosas a las que servimos, los principios, las reglas, diluyen constantemente sus contenidos programáticos y sus significaciones profundas en un enmascaramiento procaz y frívolo. 
                                        En este marco, las luchas se convierten en juegos y se metamorfosean continuamente en la temporalidad. Se sumergen en el torrente de un tiempo de velocidades diferentes al que le confieren una dialéctica minuciosa y detallada en cada experiencia. No sólo la de ideas que luchan por prevalecer y conquistar un equilibrio que las comprenda y exprese en una realización histórica nueva, como explicara Hegel ( su idealismo dialéctico), no sólo la de clases que luchan por el poder para imponerse unas sobre otras como quiere el materialismo dialéctico e histórico de Carlos Marx, tampoco únicamente el mesianismo redentor que despoja de las finalidades de progreso alguno a la historia según la mirada de Walter Benjamín en su tesis sobre la filosofía de la historia, no, sino también como una permanente desrealización, enmascaramiento, fingimiento, ficcionalización de la realidad subjetivada sin tregua. Es decir que, aunque se tenga presente el proceso de totalización y destotalización de esas dialécticas, según la crítica de Sartre en su "Crítica de la razón dialéctica", aunque se contemple la desdivinización de la historia y el entronizamiento de la voluntad, que viene de Schopenhauer y de Nietzsche, todavía resta esta aceptación de la existencia como juego, en el que nuestro ser no sólo "vacila" en "su paso por un mundo interpretado" como agudamente señala Rainer María Rilke, sino que también se metamorfosea, se transforma hasta convertirse incluso en un insecto según la iluminada visión de Kafka.
                                                De modo entonces de vivir y vivirse en un fingimiento constante. Sobre una plataforma de actuaciones aceptadas por todos como una condición de posibilidad para que el juego siga. Porque el juego de nuestras vidas además no puede detenerse sino con la muerte individual, una salida definitiva por cierto. De modo también que los valores y virtudes guardados en los principios morales, éticos, se  metamorfosean con nosotros en una también constante evaporación o deposición, expulsión y olvido.

Amílcar Luis Blanco  (Pintura de Fermín Eguía)