Eludir,
esquivar, propio de lo lábil de la consciencia, de su metonimia encubridora. De
ese “para sí” que lleva todo “en sí” existente, según Sartre; ese agujero de la
nada en el ser que somos sin ser. Aunque parezca complicado nuestra más
compartida actitud, potenciada por esa carencia ontológica que nos posibilita
como seres, es escapar, huír, irnos de las situaciones de hecho, fácticas, que
requieren que nos comprometamos con ellas, que les pongamos el cuerpo y, más
propiamente, el cuerpo y el alma para que nos golpeen todos los palos y/o nos
encumbren todas las alabanzas.
Las actitudes
solipsistas, egoistas, menos comprometidas, son las más cómodas. Dan la razón a
Tomas Hobbes, a su opinión acerca de nosotros y de sí mismo, los seres humanos,
como intrínsecamente malos.
Pero, además,
explican las preponderantes conductas de quienes vivimos en esta sociedad
consumística y devoradora, el “no te metás”, el “sálvese quien pueda”, el
“después de mi el diluvio”, el “ande yo caliente y ríase la gente” que recoge
Quevedo y el sin fin de actitudes en las que, aparentemente, quedaríamos a
salvo del caos, de la contaminación destructiva de tantos males insidiosos que
reptan, caminan y vuelan por este mundo y que pujan por tomarnos, deshacernos y
consumirnos también. Lo que justifica nuestra angustia existencial y nuestra
pragmática decisión de fuga incesante. Y, en lo que toca a la política y al tomar
partido por la acción o la palabra, o por ambas, la de eludir es la actitud que
puede convertirse en el salvavidas que nos rescate del naufragio o el golpe de
gracia que nos darían nuestros ocasionales enemigos o adversarios si llegáramos
a pronunciarnos a favor o en contra. Debemos cuerpear, esquivar, eludir la
definición que nos dejaría casi siempre “expuestos”, listos para recibir el
golpe o la bofetada, en pocas palabras “con el culo al aire”.- Nos convertimos
entonces en neutrales, sin color, asépticos, prescindentes o advenedizos.-
Sin embargo
semejante salvación es aparente siempre
porque aún cuando nos afirmemos en una posición, aunque estemos, por ejemplo, a
favor o en contra de la ley de medios, a favor o en contra de la carta de la
presidenta a Darín, a favor o en contra de la minería a cielo abierto, a favor
o en contra de los fondos buitre, aún en estos casos, el mundo sigue andando e
infinidad de veces la impasibilidad de ese desenvolvimiento mundano frente a
nuestras posturas y opiniones hace que nos sintamos como motas de polvo, como
material descartable, como objetos a la deriva; propiamente como ese “no ser”,
como ese agujero insaciable en el que todo se pierde y no es pero que
custodiamos con toda la débil fuerza de nuestra existencia. La débilidad de
nuestra ilusión perfora nuestra angustia y trae hasta nosotros una fuerza
desconocida y nueva. En medio del absurdo luchamos en pos de algo mejor.
Entonces uno
evoca a los poetas que más lo han sensibilizado. Entre ellos, el gran Miguel
Hernández, de Orihuela, España, cuando en su enorme poema “Sino sangriento” se refiere al albañil de sangre y dice: “Un albañil de sangre, muerto y rojo,
llueve y cuelga su blusa cada día
en los alrededores de mi ojo,
y cada noche con el alma mía,
y hasta con las pestañas lo recojo”.
llueve y cuelga su blusa cada día
en los alrededores de mi ojo,
y cada noche con el alma mía,
y hasta con las pestañas lo recojo”.
Es
decir ese rescatarnos cotidianamente para seguir viviendo supone un compromiso
constante y comunitario, el único virtuoso y ético, valioso, atribuible a
nuestra libertad, ya no sólo como condena en el sentido sartreano, ontológico y
trascendental, sino como proeza, épica y sostén de nuestra posibilidad como especie
y aunque el mar de la nada, de la nihilización constante, imprescindible
incluso para poder pensarnos, tienda a ahogarnos y convertirnos en pura
contingencia, la que, como se sabe, es la muerte misma, la que nos desvive, aún
así debemos rescatarnos y definirnos y luchar.
Cuando uno
escucha y lee cómo los vietnamitas lucharon contra el ejército más poderoso de
la tierra, cavando doscientos cincuenta kilómetros de túneles, comiendo sólo
arroz, reciclando armas que sus enemigos dejaban abandonadas, cuando uno evoca
las gestas patrióticas del pueblo en armas en el ejército del norte comandado
por Belgrano en la segunda década del siglo XIX, y numerosas luchas y gestas
comunitarias y populares, no puede menos que abominar de las actitudes elusivas
y las escapatorias individualistas y revalorizar las otras, las de compromiso,
solidaridad activa y lucha constante. Sólo de ese modo y en todos los frentes
podremos salvarnos como especie
Amílcar Luis
Blanco