sábado, 15 de diciembre de 2018

¿LA MANO JUSTA O LA MANO DEL PODER?





Resultado de imagen para pinturas de fermin eguia



                                                           El orden y la mano justa es la estrategia de Jaime Durán Barba, el consejero del poder en el actual gobierno. Es también la de Patricia Bulrich, la que trata de explicar Garavano, nuestro Ministro de Justicia, reconociendo que últimamente es la “mano dura” ¿ Y cuál sería la mano justa? La del verdugo, la del opresor, la del que puede porque desde el poder siempre se puede ¿Esa es la mano justa? No, esa es la mano que castiga y viene desde los ojos que vigilan, desde los vigilantes. Y los vigilantes son vigilantes. Ellos no aplican el Derecho, obedecen órdenes, aunque las órdenes sean arbitrarias y no se ajusten al Derecho. En nuestro país, ahora, las órdenes vienen de Patricia Bullrich, Ministra de Seguridad de la Nación y tienen el beneplácito del Presidente Macri. Pero esas órdenes vienen desde más lejos en la historia de occidente. Vienen desde Grecia y Roma y desde la oscura edad media. Desde las hegemonías de los príncipes feudales, los monarcas absolutistas y los papas católicos imperialistas. Clases dominantes y depredadoras que globalizaban la violencia mucho antes de la actual globalización y asolaban poblaciones enteras persiguiendo sus intereses y beneficios personales o de clase. Actuaban cerrada y eficazmente, con espíritu de cuerpo. Formaban ejércitos en los que funcionaba la disciplina férrea y los mandatos que obraban siempre a favor de los dominadores. Convertían comunidades libres en poblaciones de esclavos que trabajaban para quienes los habían dominado y esclavizado y les imponían sus mandatos como condición para sobrevivir. Los dominadores referían siempre todos los beneficios a sí mismos, eran autorreferenciales. Pero esas clases dominantes, eupátridas entre los griegos y patricios entre los romanos, necesitaban absorber toda la energía de aquéllos a quienes dominaban. Jamás trabajaban para ellos o ni siquiera gobernaban para ellos, para los dominados. Sólo los usaban y explotaban despiadadamente y se encerraban en sus privilegios, en sus vidas particulares, vivían sólo para sí mismos, eran autorreferenciales.
                                                       Cuando se organizaron los estados nación después de la Revolución Francesa y, aún mucho antes, cuando en las ciudades griegas y romanas gobernaron los “demos”, es decir los pueblos de las ciudades estado y se aceptaron en Roma a los representantes de la plebe, es decir cuando las democracias y repúblicas democráticas reemplazaron a los regímenes autocráticos, se inauguraron y nacieron formas de gobierno en las que el pueblo comenzó a manifestarse y lo hizo desde su debilidad relativa, desde incluso precarias y vacilantes formas de organización abiertas, no cerradas, no autorreferenciales sino deliberativas y trascendentes, dirigidas a resolver temas y problemas públicos  que preocupaban y ocupaban a colectivos humanos y procuraban el bienestar común. Estas organizaciones democráticas, estas instituciones del pueblo, sin embargo, sufrieron siempre los embates de eupátridas, patricios, aristócratas y nobles, vale decir de los poderosos, de las familias oligárquicas y privilegiadas, dueñas de las tierras y las riquezas. Fueron también inficionadas, contaminadas, se corrompieron y comenzaron a trabajar para sí mismas, para el poder que detentaban. Conformaron burocracias del poder y se relajaron en el interior de sus privilegios trabajando únicamente para ellas. Se degradaron de ese modo y dejaron de cumplir los fines para los que habían sido creadas. Dejaron de estar abiertas al pueblo, verdadero sujeto y motor de la historia.
                                                        Ya Eugenio Raúl Zaffaroni, refiriéndose al tema de la inseguridad y el poder punitivo del Estado y  al rol de las instituciones, sólo aparentemente democráticas y republicanas,  a las que él denomina “agencias” ha alertado sobre esta degradación y la característica autorreferencial del trabajo de las mismas, la “agencia judicial”, la “agencia policial”, la “agencia penitenciaria”, etcétera. Sus finalidades, las de estas agencias, pocas veces trascienden el corporativismo que les es inherente y éste sistema absorbente de capacidades y energías, puestas al servicio de sí mismas y de los intereses mezquinos de sus miembros, “del cuerpo” y de quienes pertenecen al “cuerpo”, obnubilan e imposibilitan toda acción que los trascienda. Ellas se protegen, se abroquelan, se hermetizan, son impunes. Jamás responden por sus errores. Se parecen a los agujeros negros del universo que absorben energía y la colocan dentro de un magnetismo cerrado. Casos como el de Kosteki y Santillán, Santiago Maldonado, y muchos otros lo demuestran
                                                      Cuando aparecen jueces como Carzoglio o Rafecas que llaman al pán, pán y al vino, vino, trascendiendo ese corporativismo autorreferencial de la agencia judicial, los impostores hipócritas de siempre, los que Jesucristo llamó “sepulcros blanqueados”, o sea los fariseos que la componen, cómodamente sentados en sus sillones, se rasgan las vestiduras y prorrumpen en discursos enfáticos, retóricas de moralina, haciéndose oír por los medios masivos monopólicos o mostrándose en sus pantallas como si fueran santos o sacerdotes de un culto místico. En realidad son serviles de los poderosos y del poder dentro del que se mueven, están atrapados dentro del poderoso magnetismo de lo autorreferencial. A lo sumo y en algunos casos ofician de correas trasmisoras de una pseudo comunicación entre amos y esclavos, pero jamás se juegan actuando más allá de los límites corporativos. Practican una pseudo comunicación o falso diálogo que oculta la fuerza y la violencia del poder que desciende desde las clases dominantes a las oprimidas, colocándose el disfraz de la legitimidad. La justicia era históricamente y desde siempre administrada por el monarca, el emperador, el noble, el eupátrida, el patricio, el aristócrata. Tal como un rayo cargado de tensión eléctrica descendía desde el privilegio hacia la intemperie y el desamparo del paria, el dominado, el esclavo, integrante de la plebe, del pueblo y fulminaba a quienes tocaba. Y esta justicia no era, por definición, justa sino arbitraria, discrecional, acomodada a las conveniencia de quienes la impartían cargada de todo el poder. Y la impartían con mano dura, rara vez con mano justa. Sólo las revoluciones de los desposeídos, desde Espartaco hasta la Revolución Francesa y las guerras de independencia y descolonización pusieron pausas a los abusos de este poder responsable de tantas injusticias para obtener mejoras espasmódicas en las condiciones de vida de las clases dominadas. Pero dejaron, de todos modos, una herencia simbólica y la conciencia constante de que los derechos de los dominados, los de la genuina democracia, los de la república y la soberanía popular, merecen una redención hacia la que apuntan todas las utopías concebidas y a concebir. El poder intenta hoy tergiversar, sesgar, ocultar, mentir acerca de la concesión o no, la actualización o no de estos derechos y lo hace disfrazándose, concentrándose todavía más en una autorreferenciación de sus privilegios, practicando la hipocresía, la creación de una apariencia y un discurso propalado desde los medios masivos y monopólicos mediáticos para que esa potencia latente que viene desde abajo, esa verdad de los hechos, las carencias, la pobreza, la indigencia, en suma la desigualdad social y económica entre dominantes y dominados no se note, no haga el cortocircuito fatal y fulminante de  tiempos pretéritos en los que nada se oponía para contrastar o descargar ese poder. Hoy por hoy los dominados son descartables para ese poder vigente y disimulado a la vez y antes de ser descartados se los hace sentir exclusivos y excluyentes protagonistas y culpables de sus desgracias. Si fracasan no es porque quienes los explotan les nieguen derechos y oportunidades sino porque no han hecho méritos suficientes para triunfar.
                                                     A todo este carnaval de imposturas les conviene ahora, como lo vienen haciendo desde el fondo de los siglos, promover la mano dura, el gatillo fácil, así como la meritocracia, para desplazar las responsabilidades hacia los miembros de la comunidad, el pueblo, que sufre todas las intemperies y orfandades de esta ausencia de Estado y esta autorreferencialidad de las agencias que componen el gobierno. Porque también el Poder Legislativo, el Judicial, el Ejecutivo, actúan corporativamente, defendiéndose cuando, cada vez menos pero potentes voces, les señalan sus falencias y las denuncian y les reclaman el cumplimiento de las misiones y funciones que les competen. Entonces acuden a los fáciles y sempiternos discursos vacíos de los que parecen decir todo pero en realidad nunca hacen nada de lo que dicen.
                                                  Los políticos en su enorme mayoría, diputados y senadores, piensan en sí mismos, en cómo acomodarse y apoyarse entre ellos, ejerciendo ese espíritu de cuerpo. Denostan las acciones del presidente del Ejecutivo, pero sólo de la boca para afuera, porque jamás se ponen de acuerdo para rechazar las leyes y decretos que perjudican al pueblo en su conjunto y que les son enviadas al parlamento para su consideración. Si lo hicieran, si actuaran hacia fuera del cuerpo del que forman parte, para trascenderlo, cumplirían la finalidad para la que fueron instituidos.
                                                   Los jueces federales corruptos, de primera instancia o camaristas o integrantes de la corte de casación, negocian sus ascensos, ceden a las presiones mediáticas y se arreglan para favorecer a los poderes reales. Actúan también corporativamente, cierran la ecuación de impunidad que conviene a los poderosos. Al hacerlo absuelven al poder y condenan al derecho y al espíritu de justicia que anima las normas.
                                                 La mano justa, la que debería provenir de la imparcialidad y la objetividad, la que debería señalar el valor de la ecuanimidad, del equilibrio entre intereses encontrados y contrapuestos, la de la diosa viva Temis de la mitología griega,  que representaba la ley natural, está ausente. Las manos de la diosa Temis sostienen una la espada y la otra la balanza. La espada simboliza la fuerza inflexible de la letra de la ley y la balanza significa el equilibrio, el razonamiento y la búsqueda de justicia entre intereses, deseos e intenciones contrapuestos.
                                              Sabemos que incluso los procedimientos que han llevado a estar indebidamente, ilegalmente, a tantos dirigentes políticos tras las rejas, como a Milagro Salas, Amado Boudou, Julio de Vido, Cristóbal López, Fabián de Souza, etcétera, no han sido dirigidos por ninguna de las manos de la justicia, como tampoco las imputaciones a Cristina Kirchner o a sus hijos, y, en la región, en Brasil y Ecuador, las que han detenido a  Lula, sacado del gobierno a Dilma Roussef o pretenden encarcelar a Rafael Correa. No, no hay mano justa, ni en Argentina ni en toda la región. Hay manos manipuladoras, siniestras, macabras, malvadas. Manos que castigan, torturan o se alzan para santificar la injusticia. En suma, manos del poder de los poderosos.


Amilcar Luis Blanco (Pintura de Fermín Eguía)