sábado, 7 de abril de 2018

LA VIDA AQUIESCENTE





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                                                          Por vida aquiescente quiero significar algo más y algo menos que vida consciente. Es decir, no sólo el aspecto o la vertiente del ser reflexivo como lo concibió Descartes sino también y sobre todo el ser sensual, sentimental, gregario, interactivo, en cierto modo entregado a su inautenticidad cotidiana como lo concibió y explicó Heidegger y, en cierto modo, también el boyante, inmerso en una subjetividad lacaniana, atravesado por la nada, condenado a elegir lo que hace a cada momento y bajo la mirada del otro, expuesto en este sentido a esa nada de la que nos hablara Jean Paul Sartre y esclavo de poderes instituidos que lo mantienen pasivamente aherrojado a esas fuentes de disciplinamiento constante, léase reglas, códigos, las que describió Foucault, que lo mantienen descolocado, desasido, en tránsito de sí mismo entre otros seres que padecen simétricas o asimétricas contradicciones. Este ser que somos, en una u otra modalidad ensayada nebulosamente, necesita ejercer de un modo nuevo su conciencia. Inaugurarla y ejercerla en un estado de casi constante rebelión. Es decir en un modo de alzamiento o vigilia que, a cada paso, considere, íntimamente, las alternativas de valor y disvalor que se le presenten en su vida gregaria, de interacción constante con los demás, con ese prójimo próximo e inalcanzable.
                                                                Y para ello es menester que ese alambique circunstancial y existencial, ese laboratorio que produce específicos dominantes o inductores de nuestro psiquismo, de esa vida psíquica que es como una embarcación sobre la que navega nuestro ego en un mundo convulsionado, de suelo turbulento como un mar agitado, de un aire tormentoso y denso, cruzado y polucionado por las comunicaciones, requerimientos, provocaciones, propagandas, se fortalezca y adquiera una capacidad que le permita ajustar sus velocidades y resistencias y tener el puerto, la rada o la marina en la que pueda anclar neutralizando los peligros que lo acechan, en permanente disponibilidad y a una distancia alcanzable o razonable.
                                                        Ahora bien, ese moverse o anclar de nuestro ego-embarcación, encendidas las luces, el radar, el sonar, desde su puente que es el psiquismo, ese estado de vigilia apunta  a tener que, ineludiblemente, adentrarnos en nuestros valores y disvalores. El ser odio, o miedo, o ira, el encarnar cualitativamente cualquiera, alguna o algunas de nuestras pasiones destructivas o disvaliosas nos pone en una situación que, por lo menos, impide o dificulta la vida aquiescente. La de una relación íntima y cotidiana con nuestros valores, el amor, la solidaridad, la compasión, el desinterés y el placer que el ejercicio de esos valores nos proporciona, en el sentido de darnos y dimensionarnos para nosotros y los otros, confiriéndonos una proporción que vuelve a humanizarnos.
Podemos referirnos también al suscitarse y mantenerse un estado de rebelión interior. Ese al que alude Albert Camus en "El hombre rebelde", el que no acepta razones que justifiquen el asesinato, el que no acepta ser ni víctima ni verdugo, el que se resiste. El que adopta, como explicara tan brillantemente en una de sus conferencias Jorge Alemán, el vacío del acto instituyente que comienza una revolución y lo mantiene como un componente asiduo de su vigilia cotidiana. En la terminología de Alemán sería el sujeto que se construye a sí mismo partiendo de una subjetividad que a la vez que lo ha parido lo sostiene.
                                                    Entonces la vida aquiescente es a la vez consciente y sentida o experimentada, gozada y padecida, como una entrega en estado de vigilia, como la promoción activa de nuestros valores y el rechazo de los componentes disvaliosos con el que un mundo polucionado, que intenta determinarnos, como la tormenta en el mar al ego-embarcación, hacia el naufragio, nos mantiene a flote, en el rumbo y cercanos a la disponibilidad de un puerto de anclaje más o menos seguro, proporcionándonos entre los seres y las cosas.

                                                              Iluminados y con el reloj a mano y con la vida a mano, al alcance constante de una mirada de la que somos gestores, en la que estamos, nutrida por nuestra presencia consciente, en un estado de aquiescencia, de relación íntima con los demás seres y las cosas, alcanzándonos y alzándonos el tiempo y el espacio que nos contiene como una copa colmada por el vino elegido. Entrañándonos y otras veces extrañándonos, pero siempre transidos por y de un mundo que nos crea constantemente; como si surfearamos sobre la ola de una subjetividad, irguiéndonos sobre su declive en crecimiento, siendo los  sujetos indispensables para nosotros y los otros.

Amílcar Luis Blanco